Con sus 3600 tubos, unos de madera y otros de metal, el órgano del Colegio Nacional de Buenos Aires es un verdadero gigante sonoro. Está instalado en un espacio que, aunque pequeño y lejos de estar diseñado para una buena acústica, cumple sorprendentemente bien su propósito. Este instrumento -cercano al siglo de historia- llegó al colegio en 1928 gracias a una donación de Nicolás Avellaneda, profesor de esa casa de estudios e hijo del expresidente homónimo. Desde entonces, se convirtió en un símbolo de la institución, un legado que exige cuidado y dedicación para preservarlo.Está ubicado en el Salón de Actos, al lado de la icónica biblioteca, y es difícil no notar su presencia. Arriba, a la izquierda, la hilera de tubos metálicos que, ordenados por altura, decoran el arco sobre la puerta de ingreso a la sala de banderas, dominan la escena.Su elegante fachada es solo una pequeña parte del instrumento, un mínimo porcentaje visible. Para ver el resto hay que subir un piso y acceder a través de la sala de geografía. “Es un desafío mantenerlo; son muchas piezas, y muchas vienen del exterior”, explica Leonardo Petroni, organista del Colegio Nacional de Buenos Aires. Petroni concursó para este…LA NACION