Rocío López miró a su alrededor y sintió una punzada en su pecho. Sus anfitriones, un matrimonio joven, la observaban con curiosidad, mientras aguardaban alguna palabra por parte de ella. “Es la primera vez que hacemos algo así”, le habían dicho. “No está bien visto que una persona blanca trabaje para nosotros”.La joven argentina no supo qué responder, pensó que tal vez había sido una mala idea emprender semejante aventura, irse a vivir a un lugar tan extraño y remoto para ella como lo era Samoa y, aun así, una voz más fuerte resonó en su interior para recordarle que había llegado hasta allí para aprender de esa tierra, de su gente, su cultura.El camino a SamoaHacía tiempo que Argentina había quedado a miles de kilómetros de distancia, aunque permanecía cercana en el corazón. Antes de Samoa, Rocío vivía en Nueva Zelanda, donde los meses no corrían, sino que volaban. Su tiempo allí se agotaba, pero sabía que no era momento de regresar a su lugar de origen, su sed de aprender se había acrecentado a medida que las ventanas se abrían; su hambre de mundo y conocimiento se potenciaban a medida que la Tierra se expandía.Y entre las personas…LA NACION